LA SOCIEDAD Y LA ECONOMÍA DEL PERIODO FEUDAL

La sociedad y la economía del período feudal

La jerarquizada sociedad medieval podría representarse por una pirámide, cuya cúspide la ocupaba el rey, que era señor de todos y vasallo de nadie.

En un peldaño más abajo se ubicaban los grandes vasallos: duques, condes y marqueses, con feudos extensos.

Luego se situaban los vasallos menores, poseedores de pequeños feudos.

Por último, los campesinos, entre los cuáles había que diferenciar los siervos y los campesinos libres, y dentro de estos últimos, los colonos y villanos.

Los siervos no eran esclavos, eran arrendatarios de pequeñas porciones de tierras del señor, llamadas mansos, por las cuáles debían abonar dinero, o trabajos personales en las tierras del señor, llamadas reservas, o parte de las cosechas. Su situación era la de mayor sometimiento. Estaban atados a la tierra, y se vendían con ella. Cumplían tareas domésticas y agrícolas para su señor y pagaban pesados tributos.

Los colonos también arrendaban mansos, y tenían obligaciones hacia su señor, pero podían abandonar el manso cuando quisieran, al igual que los villanos. En el caso de éstos eran propietarios de pequeños terrenos llamados alodios.

La iglesia también poseía tierras, y era común que un abad o un obispo, fuera un señor feudal.

Tenemos que distinguir etapas dentro del mundo medieval, en cuanto al desarrollo económico.

Ente los siglos V y X, el poder económico estaba simbolizado por la tierra, al constituirse la agricultura en el pilar de una economía de subsistencia, con escasísima actividad comercial.

La vida urbana era insignificante. El grueso de la población se dedicaba a tareas rurales.

La fe cristiana y la miseria eran el común denominador de los distintos reinos, asolados por las inclemencias naturales (lluvias excesivas, pocas posibilidades de almacenamiento), lo que traía como lógica consecuencia, pobladores mal alimentados susceptibles de contraer enfermedades, que pronto se convertían en epidemias, diezmando a los habitantes, que atribuían el origen de sus males a castigos divinos, lo que imposibilitaba el avance de la ciencia médica. La mortalidad infantil y de personas jóvenes era lo habitual, siendo de treinta y cinco años, el promedio de vida.

Esta vida sacrificada contrastaba con la ociosa que llevaban los señores, dedicados a la actividad guerrera, pero con largos períodos de paz, donde transcurrían sus días en la monotonía del castillo, organizando cacerías y torneos.

Cuando en el siglo X, cesaron las invasiones, la situación mejoró en forma considerable. Paralelamente la naturaleza comenzó a otorgar condiciones más positivas para el cultivo, como aumentos de temperatura y menos inundaciones, lo que permitió la expansión agrícola.

A partir del siglo XI, se produjeron adelantos técnicos, como el arado de ruedas pesadas, con piezas de hierro, que reemplazaban a las anteriores de madera, mucho menos potentes.
Comenzó a utilizarse las fuerzas hidráulica y eólica como fuentes de energía, por ejemplo, los molinos de agua y de viento.

Para facilitar la siembra se utilizó la rastra, que rompía los terrones de tierra después que pasaba el arado.

El veloz caballo, reemplazó al parsimonioso buey, ya que al aumentarse la producción de avena, aquellos pudieron ser alimentados.

Se introdujeron técnicas de cultivo para evitar el agotamiento de los suelos, como la rotación trienal en sustitución de la bienal.

Este éxito en la producción agrícola, permitió el mejoramiento de las condiciones de vida, la disminución de las enfermedades y el desarrollo del comercio, motivado en la existencia de excedentes de producción.

Se produjo un período de expansión territorial pacífica en busca de nuevos territorios aptos para el cultivo, se desecaron pantanos, se talaron bosques y se utilizaron con ese fin las laderas de las montañas.

Al existir mayor seguridad en las rutas, se incrementaron las comunicaciones, fomentándose las peregrinaciones, sobre todo, a Roma, Jerusalén y Santiago de Compostela.

Las ciudades, cuya actividad era restringida hasta entonces, comenzaron a cobrar prestigio, y sus habitantes fueron llamados burgueses por vivir en los burgos, denominación con la cual también se conocían a las ciudades.

Las ciudades surgieron en los lugares en que se reunía mucha gente: en un puerto, en el cruce de algún río, en un paso entre montañas, en un cruce de caminos, en una feria o en un santuario famoso.

Los monarcas otorgaron a las ciudades cartas de libertades, por las cuáles, si bien dependían del rey, sus habitantes eran hombres libres, sin sujeción de dependencia feudal, pudieron establecer gobiernos comunales y administrar justicia. Las ciudades fueron los primeros gérmenes en la lucha por la libertad, ya que los habitantes se unían y ofrecían a un señor una buena suma de dinero para prescindir de su dominio.

Dentro de la vida urbana, se distinguían sectores que basaban su poder, ya no en la tierra, sino en el dinero, que lograban merced a la actividad comercial.

Los ricos mercaderes fundaron iglesias, hospitales, escuelas y patrocinaron obras comunitarias.

También estaban los artesanos, agrupados en gremios, por rama de actividad, que controlaban estrictamente el trabajo de sus miembros.

La calidad de la mercancía y de la mano de obra estaba garantizada y se fijaba un justo precio.
El maestre era el conocedor del oficio y lo enseñaba a los aprendices, que cuando lo aprendían se transformaban en jornaleros.

Tampoco faltaban los marginados, aquellos carentes de trabajo fijo.

El comercio internacional comenzó a desarrollarse a partir del siglo XIII, destacándose Italia, como el país de mayor tráfico de moneda internacional y su banca, sobre todo la de Florencia, alcanzando su punto culminante con la familia de los Médicis, que dirigía los negocios del papado. A fines de la Edad Media, la casa de Fugger, en Alemania, adquirió inmenso prestigio. Con el surgimiento de los Bancos, sus dueños, los banqueros, pronto se transformaron en prestamistas, obteniendo con esta actividad grandes fortunas.

Se conformaron uniones de ciudades, como la Liga Hanseática, integrada por ciudades del norte de Europa, que controlaba el comercio desde Inglaterra a Rusia.

Todo este proceso de apogeo, tuvo su fin, cuando nuevas guerras, ahora surgidas entre señores, reticentes a devolver sus concesiones, y reyes, ansiosos de recobrar su poderío y unificar sus reinos, devastaron los campos cultivados y arrasaron con numerosos pobladores, lo que diezmó la población europea. Fue particularmente importante la guerra de los Cien Años, principalmente, entre Francia e Inglaterra, sobre la sucesión monárquica francesa.

A las nefastas consecuencias aportadas por los conflictos bélicos, se sumaron las hambrunas, por una seguidilla de malas cosechas, debidas a lluvias excesivas y agotamiento de los suelos. Como resultado de la falta de alimentos la gente comenzó a padecer enfermedades, y a morir por esas causas.

La peste negra o bubónica, coronó la sucesión de desgracias, a partir del año 1348, dejando como saldo la muerte de un tercio de la población.

La situación de miseria, y el aumento de impuestos establecidos para enfrentar la grave situación y las grandes diferencias entre ricos y pobres originaron levantamientos populares.

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